jueves, 26 de abril de 2018

PRISIONEROS DE LA PIEL

Transitamos nuestro intimo circulo
prisioneros de la piel,
ignorando los gritos de las manos
(ansias tristes de lo no creado)
Olvidamos la curvatura de los ojos
en el filo del terco horizonte.
Podemos sentir mil vidas
en nuestros destino vertical
y ni aun así descifraremos
el enigma petrificado
de nuestra inmortalidad.


RETICENCIA

RETICENCIA

Reticencia crepuscular
frente a un mar
de verde silencio.

Todo está quieto
como en espera de la Muerte.
Las horas nacen y mueren
en la oquedad de las retinas,
perdidas, para siempre,
en un vértigo sin fin.

Todo huele a llanto,
a llanto y silencio.

La noche inicia.

Desfallezco…
¿De soledad o de sed?
Ya no importa.

En mi pecho se ha prendido
el negro clavel de la derrota.

Me vuelo al polvo,
me desintegro,
desnudo, 
solo vestido de atardecer.
no te digo adiós,
no es necesario,
¡Solo busca
mi cadáver insepulto!
Haz con mis huesos un altar
en honor a mis fracasos
y quema mis recuerdos sobre ellos.

Quiero arder
hasta lo más hondo.
quiero no ser nada 
y serlo todo,
unido a la noche más profunda
detrás de la sonrisa
del sol más agostado.



HORAS

El sueño me vence. Las sombras se extienden, liquidas, sobre cada ángulo de mi habitación helada. En algún lugar, el palpitar de un reloj se sincroniza con el desgano de mi corazón.

Mis manos, desmayadas sobre un libro más viejo que yo, de temas que ya nadie trata; se ven impotentes de cambiar la página que desde hace horas acumula olvido bajo mis ojos.

Y tu recuerdo, reptante y rígido, se apodera del tránsito de mis venas, llenándome de frio,  emponzoñándome el ultimo calor.

Fuera, la luna se desliza con sospecha, entre mares de negro abandono.
El amanecer  luce tan remoto, tan doloroso.

Las horas pasan, imperturbables, y yo me mimetizo con el detritus de los rincones, con el gemido del viento, con el rechinar decrepito de mi casa solitaria. El sueño se mece, doloroso, sobre mis ojos, pero la piadosa inconciencia no me hace digno de su toque.

Solo me queda tu recuerdo, el fantasma burlón del cruel pasado compartido, que sonríe desde el rincón más oscurecido de mi cuarto. Puedo oír su risa, lejana y tintineante, mientras sus ojos relumbran con ese desprecio que apague con mis manos, ese día.

Las horas caen como arena sobre mi tumba.

¿Estoy muerto ya? Ni siquiera eso se. Solo entiendo que el recuerdo del último beso, con sabor a  sangre, es lo último que me llevare hacia la noche final.



sábado, 7 de abril de 2018

PREPA EN LINEA: RECOLECCION DE INFORMACIÓN


PREPA EN LINEA: PROYECCIONES

ETERNIDAD

-“¿Qué miras tanto?”-

Su pregunta cayo con un eco húmedo que no logro perturbar el vértigo que me envolvía. La inmensidad de cielo nocturno, en que giraban miles de estrellas que parecerían querer precipitarse a la tierra en cualquier instante; aunada la silencio casi sólido, apenas roto por el chirrido de un grillo lejano me tenía enclavado en el umbral, aborto, imposibilitado de moverme, aun cuando la calidez de una mano femenina se posó sobre mi hombro.

-“Nada, no veo nada”-

Ella sumergió su vista en el paisaje, como queriendo dilucidar que me tenía fijo en ese instante que intentaba alargar hasta el infinito. No mentí cuando dije que no veía nada, pues mis ojos, mis sentidos mortales no podían abarcar la grandeza de la naturaleza, la perfección del cosmos, la magnitud de la vida y el abismo de la Muerte. No veía nada, apenas un leve vislumbre de una verdad que nunca podría alcanzar.

Ella empezó a caminar. El césped crujió bajo sus pies. Su piel, desnuda de la cintura hacia arriba, adquirí un relumbre argentino cuando la luna la envolvió con su luz helada y cristalina.
Se estremeció un poco, cruzando los brazos sobre sus pechos. Supe que ella también estaba sintiendo el vértigo de su mortalidad, de su pequeñez ante la inmensidad del todo.

Lentamente se alejó de la puerta y de mí. Bajo la luz de la luna, brillando con un gélido resplandor, alzo los brazos hacia el astro, mirándolo fijamente, dejando caer su larga cabellera negra sobre la palidez de su espalda.

Su belleza me pasmo, pues la sentía abstracta, inmaterial, como si más que la mujer que hace horas explore con todos mis sentidos, fuera un hada etérea, una ninfa de erótica perfección, una dríade de los eternos bosques, una sílfide de inmaterial belleza.

La ame más que nunca, aun cuando la sentía tan ajena y tan lejana como el disco de plata que brillaba sobre ella, para ella y en ella.

Sentí la necesidad de ser eterno, de que ella y yo viviéramos tanto como los cimientos de la tierra en que nos plantábamos. Que el viento nos llevara a donde quisiera, que los ríos y el mar nos arroparan, que el sol cubriera con su calidez nuestra desnudes primigenia.

Quería ser eterno pero solo para ella.

Pero al verla brillar como una perla entre los árboles, supe que nada era eterno. Que ni el amor, ni la piel son para siempre. Que ese resplandor que ahora la cubría era solo un instante, un momento de grandeza que se apagaría nunca volvería. Supe que ella se alejaría de mí en cuanto fuera necesario, dejándome el hueco de su presencia como una herida que nunca seria zurcida.

Éramos mortales. Nuestro tiempo es tan efímero y por lo tanto, tan valioso.

Nuestra fragilidad es la que nos hace superiores a los dioses.

Fui tras ella y la abrace por detrás. Su piel, antes en braza, ahora era fría como una lápida.

-“¿Qué miras tanto?”- pregunte.

-“Nada, no veo nada”- respondió.