Mis manos, desmayadas sobre un libro más viejo que yo, de temas que ya nadie trata; se ven impotentes de cambiar la página que desde hace horas acumula olvido bajo mis ojos.
Y tu recuerdo, reptante y rígido, se apodera del tránsito de mis venas, llenándome de frio, emponzoñándome el ultimo calor.
Fuera, la luna se desliza con sospecha, entre mares de negro abandono.
El amanecer luce tan remoto, tan doloroso.
Las horas pasan, imperturbables, y yo me mimetizo con el detritus de los rincones, con el gemido del viento, con el rechinar decrepito de mi casa solitaria. El sueño se mece, doloroso, sobre mis ojos, pero la piadosa inconciencia no me hace digno de su toque.
Solo me queda tu recuerdo, el fantasma burlón del cruel pasado compartido, que sonríe desde el rincón más oscurecido de mi cuarto. Puedo oír su risa, lejana y tintineante, mientras sus ojos relumbran con ese desprecio que apague con mis manos, ese día.
Las horas caen como arena sobre mi tumba.
¿Estoy muerto ya? Ni siquiera eso se. Solo entiendo que el recuerdo del último beso, con sabor a sangre, es lo último que me llevare hacia la noche final.
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