Aspire profundamente un trozo de viento invernal, lo mantuve en mis pulmones un momento y lo expulse, con ruidoso placer.
Dentro, ella derramaba su desnudez en mi vieja cama, cubierta parcialmente por unas frazadas, sin el menor atisbo de frio. Boca abajo, su respiración simulaba el ronroneo de un gato.
A lo lejos, una neblina espectral envolvía el horizonte como una mortaja, mientras la ciudad, con sus mil destellos, rasgaba el crepúsculo con un florecimiento de estrellas artificiales y terrenas. Los viandantes, con las manos en las honduras de sus bolsillos, caminaban de prisa, como perseguidos por algún turbio presentimiento.
Una tarde normal en esta ciudad de fantasmas sin rostro, con nombres que no significan nada y manos que no saben asir lo importante y se arrojan sobre el relumbre de lo vano y efímero.
Con un respingo, me di cuenta que no podía recordar su nombre.
Varias horas estuve sobre y dentro de su cuerpo, recorrí la tibieza de epidermis, bebiendo su presencia en cada poro, saboreando sus humedades y sintiéndola miá, privada y eterna.
Ahora me doy cuenta que no sabia su nombre.
Pensé que debía regresar a la cama, despertarla. Tal vez tenia un trabajo a que llegar, un esposo o un hijo que visitar. Pero no pude alejarme del balcón ni soltar el agostado barandal de hierro forjado al que estaban aferradas mis manos, enteleridas del helor creciente.
Un palio de tristeza cubrió mis meditaciones.¿A he llegado? ¿A buscar solo carne palpitante y viva con la que compartir mi soledad, por un momento tan efímero e intrascendente que pareció nunca ocurrir? ¿A no preguntar el nombre de aquella que abrió sus muslos y su existencia para recibir la mía, en un pacto silencioso y natural? ¿Soy un animal que busca la satisfacción inmediata e inconsciente, sin riesgos morales ni personales?
Un animal. Eso soy, esos somos todos; animales orgullosos de marchar en dos piernas pero en la sempiterna búsqueda de la satisfacción inmediata e individual, sin pesar mas que en el momento comprometido a ese goce evanescente e insustancial. Somos bestias orgullosos de nuestra supuesta singularidad pero solo somos parte de una manada que corre y gime en la dirección que le indique el viento. No somos nada y somos todo a la vez. Cada hombre, cada mujer, lleva dentro de su un mundo entero, moldeado día a día con vivencias y desgracias. Todos somos Dios y todos somos Adán. Somos discípulos y deidades de nuestro pequeño y frágil universo, creyéndonos omnipotentes y olvidando que no somos más que animales aun encapsulados en los rígidos lineamientos del instinto. Al final no somos nada y el viento y el tiempo nos recuerdan el vació que nos rodea por dentro y por fuera, él eterno y predestinado fracaso de todas las cosas.
El frio arrecia, la niebla se acerca y la una ligera llovizna empieza a descender de las negras nubes.
Tengo que despertarla, sin preguntarle el nombre. Es mejor no saber este dato, para olvidar más pronto el tiempo que compartimos por mero capricho de un deseo primitivo y apremiantes.
Me acerco a la cama, extiendo mi brazo y recorro su espalda desnuda con dos dedos.
La tibieza de su piel ha huido. No me extraña, al tener la ventana abierta y olvidarla cerrar.
La sacudo con más fuerza.
El tiempo pasa, acumulándose en los rincones, donde las sombres reptan lentamente hasta el techo.
En mi garganta se ahoga un grito.
Ella esta muerta.