Siento el frío de la noche naciente helando mi espalda, haciendo doloroso el recorrido del sudor sobre mi piel.
Tengo miedo.
Hay en las sombras que se explayan algo que observa. Un pulso lejano, apenas audible, como un tambor tribal invocando dioses sangrientos.
Permanezco inmóvil, hasta que la oscuridad lame la humedad de mis manos y envuelve, lubrica y lésbica, la frialdad de tu piel, que reluce como plata sobre este rincón ciego de esta ciudad sorda.
Los retazos de tu uniforme aun despiden tu aroma enloquecedor de virgen en celo y el calor de tu fresca carne. Tomo tu falda para secar las lágrimas que ensucian mi rostro. ¿Este llanto tan amargo, es de alegría, de tristeza, de miedo, culpa?
El pulso está cerca, muy cerca….
El miedo crece con cada golpe en mis sienes. Tu piel brilla cada vez más, con un fulgor helado, cortante.
¡Ese latino está aquí, sobre mí!
Levanto mi vista hacia el cielo… ¡Esta ahí!
El espantoso rostro de la luna, pálido y rencoroso, me mira directamente.
Pero el rostro de la necrótica reina de la noche me recuerda a alguien. Cada segundo se parece más al tuyo.
No sé cuánto tiempo he estado con los adoloridos ojos fijos en la palidez de ese rostro. Siento como el frio que exhalaba tu piel se inocula en mis venas, hasta que creo que estoy muerto, que mi carne se ha vuelto polvo y es arrebolado hacia la grotesca redondez blanca que gravita sobre mi cabeza.
Escucho un ruido tras de mí. Con pesadez, lentamente, me vuelvo.
Un cuerpo desnudo brilla entre las sombras. Da un paso hacia mí.
Lanzo un grito final que rompe en astillas lo que me quedaba de cordura.
Una carcajada cristalizada se desliza entre los callejones.
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