JUEVES
El día fue
largo, extenso y caluroso. Sin trabajo, ni nada importante que hacer, de
entrega a la tentación del ocio con total impudicia, adormeciéndome como cerdo
sobre lodo, ni triste ni feliz, animalizado por un tedio insoportable.
Un desgano
casi suicida.
¿Estaré
desperdiciando mi vida así, dejando los días escurrirse entre mis pies, sin
hace nada bueno ni malo, solo consumiendo recursos y desechando lo que ya no me
sirve?
¿Que hay para
mí allá afuera, en el mundo de sol y viento?
¿Que hay para
mí en esa fronda de postes y cables?
¿Que hay para
mí en los pasos de los perros y las piernas de las putas?
¿Que hay para
mí en la basura y en las flores?
Me sentí como
en una espiral que descendía a un lagar mortuorio de acre oscuridad. Un ansia
negra, suicida, repto de mis entrañas a la garganta. ¿Para qué seguir vivo?
¿Para qué?
La pregunta
resonaba en mi interior, fragmentándose en mil ecos, cada vez más distantes,
cada vez más profundos y dolorosos. Me sentí como una catedral vacía,
arruinada, en donde los gritos de los cuervos resonaban con sorna, burlándose
del abandono de Dios.
Débil,
cansado, fui a ver a mí Otro Yo. El siempre presume de sabiduría y tal vez
podría aconsejarme. Lo busqué en el espejo y agria sorpresa fue el no
encontrarlo –una nuestra de holgazanería intolerable para un reflejo- dejándome con una sensación de oquedad más
potente aún.
Si nadie más
con quien hablar, opte por salir a la calle. Esta me recibió con la magnanimidad
que la caracteriza y me arropo con un cómodo anonimato. Navegue calle tras
calles, sin ponerle atención a nadie, asustándome del ladrido de los perros y
la sombra de los árboles. Reflejando mi estado de ánimo, la ciudad ponía una
cara gris, apática, en vez de la reluciente sonrisa que en días de sol llenaba
de dientes blancos cada parque y callejón. Este día la ciudad se siente hueca,
horadada, como si su alma colectiva hubiera sido hurtada, perdiendo su sentido,
su vitalidad.
Sabía que esa
oscuridad salía de mí, transfigurando mi entorno para mis ojos enrojecidos. Los
niños corrían como siempre, haciendo resonando los adoquines. Los pájaros
musicalizaban el medio día, como siempre. Las colegialas coqueteaban con
hombres mayores, como siempre. Los gatos dormían a la sombra, los autos bufaban
con rabia, los escaparates temblaban, las campanas aturdían, como siempre.
El mundo giraba
sobre su eje y yo con él.
Me di cuenta
de que el hombre, en su soberbia, es capaz de teñir de gris las horas más
brillantes solo para estar acorde a su íntima rabieta. Pero esto no cambia
nada, al hervir dentro de cada quien su propio infierno. ¿Para qué seguir vivo?
“Para descubrirlo”
susurro el viento al pasar junto a mí y doblar una esquina.
Mire a un
perro café con manchas blancas que me miraba y este movió de forma afirmativa
la cabeza peluda.
Seguí
caminando, esta vez con ánimos inflamados. Si todo tenía su tiempo y lugar en
el cosmos… ¿Por qué yo no?
Termino de escribir
esto mientras mastico una galleta con chispas de chocolate.
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