martes, 4 de diciembre de 2018

EN EL PARQUE

El hombre se sentó, cansado, en la dureza de una banca de aquel parque. Sobre su cabeza, el alegre aleteo de pájaros cantores no lo distrajo de la rígida tristeza que lo atenazaba desde todos sus ángulos.

El hombre vestía de gris. Su rostro sin afeitar no reflejaba una edad precisa. Podía tener cuarenta años, podría tener cien; el cansancio que parecía arrastrar atemporal, infinito, casi cósmico.

Miro a los niños que jugaban corriendo tras un perrito que perseguía una pelota. Las madres charlaban sentadas en otra banca y las personas caminaban cerca, sin percatarse de su presencia. A nadie le importa un viejo hombre vestido de gris, de cabello escaso y manos temblorosas.

Se sintió más solo que nunca.

Tanta vida circundándolo, anegándolo. El frescor del árbol, el canto de las aves, las risas de los niños, las palabras de los viandantes. La luz crepuscular teñía de oro las torres de la iglesia y el verdor de las hojas. Todo a su alrededor hablaba, respiraba vida. El parque, con sus mil sonidos, le sonreía. Pero él, en su soledad, no lo veía ni sentía. Pare el hombre de gris, detrás década luz se ocultaba una sombra, tras cada voz había silencia, tras la caída del sol llegaba la noche, con su frio y sus terrores.

Miro hacia arriba y contemplo la luna menguante y las tímidas estrellas en un páramo azul profundo. ¡Qué helado era el brillo de esas presencias celestes! ¡Qué solas se deberían sentir esas luminarias, al parecer juntas, pero alejadas entre si por inconmensurables abismos! ¡Qué solitaria y triste se ve la luna en su gélido vacío!

De repente se sintió presa del vértigo. El cielo se abrió ante el como unas enormes fauces prestas a devorarlo a él, al mundo entero, entregándolo al eterno abismo de la inexistencia, en donde solo el dolor prevalece, donde el alma se vuelve hielo y donde no se puede gritar, pues el silencio lo devora todo.

Se sintió asolado, desintegrado por el vacío, por la terrible soledad que lo invadía desde que tenía memoria. Era solo polvo girando en el torbellino, dispersado en horizontes feroces, perdido en líneas afiladas que desgarran toda existencia hasta destruirla, aniquilarla.

Con un temblor, el hombre de gris volvió a la realidad, como si despertara de una pesadilla. Miro febrilmente a su alrededor. Nada había cambiado. El mundo seguía ahí, las personas transitaban sobre el y los niños seguían corriendo y riendo. Una pelota roja chocó en sus piernas y el pequeño perro marrón llego tras ella, deteniéndose a mirarlo con lo que él percibió como una sonrisa, sincera, transparente; la alegría de estar vivo de un animal sin malicia.

Él le sonrió también y siguió sonriendo cuando los niños cogieron al cachorro y se lo llevaron junto con la pelota.

El sol se había ocultado. La iglesia estaba oscurecida y en el parque florecían las farolas.

El hombre de gris se levantó. Aun se sabía solo, aun se sentía desgraciado, aun el frio corrían dentro de él. Pero por un instante, una criatura viva miró con simpatía y eso le basto para vivir en paz otro día.

Se alejó de la gente, tomo el rumbo de una calle solariega y se perdió en la penumbra creciente.


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