miércoles, 9 de enero de 2019

UNA CAMINATA

Camino por una calle cualquiera, con mis pasos huérfanos de toda prisa. El viento arrastra la omnipresente basura, arremolinandola en mis pies. El fétido olor de la civilización me rodea, la eterna peste de la presencia humana. 

Me hundo en un cómodo silencio, saboreando mis pensamientos, dejando que mi cuerpo me lleve a donde quiera. La luz del sol, dolorosa e implacable, le recuerda a mi piel el precio de estar vivo; pero aun así continuo dentro de mi, arañando con insistencia las paredes de mi alma, hurgando con ansias aquellos misterios que yo mismo he construido. Muro tras muro he levantado alrededor de mi centro. Mascara tras mascara oculta la esencia final de mi rostro.

Un perro solitario camina con el mismo desgano que yo, agobiado por la prisa de su sombra. Viene en sentido contrario a mi y ambos nos dedicamos a ignorarnos cordialmente. Por un momento, cruzamos mirada. ¡Que profundidad  la de esos ojos animales! ¡Cuanta inocencia e incluso bondad se pueden adivinar en esas pupilas marrón! ¿Porque llamamos bestias a los seres que no son humanos, cuando dentro de esos corazones que laten igual que los nuestro, hay mas nobleza que aquellos que llamas padres, los que te estrechan la mano jurándote amistad y esa persona que comparte sabanas contigo!

Ambos nos separamos, sin saber a donde vamos y peor, de donde venimos. Sin collar y sin dueño, vagamos por donde mejor nos parezca, viviendo una vida que no es mas que el ensayo de la muerte.

En esta larga calle solo se escucha la monotonia de mis pasos. El polvo canta bajo mi marcha y su eco me trae una sensación de vitalidad, de suficiencia. Me siento libre en mi soledad, en esta caminata sin definición, con el viento agitando mi cabello y el rencoroso sol cayendo a plomo. Solo se es libre si se esta solo pues la presencia de otro siempre es atadura, una especie de esclavitud en diversos grados. Solo se puede crecer solo, como cada árbol se levanta buscando tocar el cielo por si mismo. Sus raíces son su fortaleza y aunque este rodeado de semejantes, es el único y en su orgullosa soledad, vive y muere, bajo el mismo sol y el mismo cielo que lo contemplaron desde su inicio.

No se cuanta distancia he recorrido desde que salí de mi casa, pero parecen años, siglos. Miro mis manos para ver si no son las de un anciano y espío mi reflejo en las ventanas para ver si mis cabellos no son blancos. Pero todo en mi sigue igual, así como esta sucia ciudad, como el hedor que repta en todos lados, como la basura, el polvo y el viento.

Una par de  jóvenes estudiantes aparecen de repente doblando una esquina. Sus risas tienen el tintineo enloquecedor de cristales  y las cortas faldas, que el céfiro cómplice arrebola alrededor de sus muslos, deja entrever la blanca frescura de su piel, brillante como hierba matutina.  Su presencia rompe la intimidad que había creado entre la calle y yo, arrojandome a lo que se puede llamar mundo real, recordándome que soy de carne y espíritu, que mi sangre corre con cálidos deseos.

Habrá otras caminatas, púes siempre habrá una calle por la cual transitar.



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