LUNES
Despierto.
El sonido del despertador me saca de un sueño inquieto que se niega a desalojar mis parpados. Me siento, completamente aturdido, al borde de mí abollada cama. Durante cinco minutos manteniendo la mirada fija en el piso, pero sin verlo realmente. Mis ojos están ciegos, lleno de una luz dolorosa y helada y mi mente obnubilada por las nieblas de una inconsciencia suave, seductora; la pereza del que no tiene ningún propósito para estar despierto.
Afuera, algún avecilla canta con alegría, mientras un perro maldice la soledad de la azotea. Autos escupen su ronca cacofonía al tiempo que ensucian el aire con sus negros bostezos. La vida (o la parodia absurda, cruel y lineal que llamamos vida) rueda con desgano, ajena mi helado escondrijo. Aquí me siento bien, protegido, absoluto. La soledad unge mi piel con unos voluptuosos escalofríos, recordándome que no hay nadie que arruine este momento, en el que, aun con la agonía del diario despertar; es mío. Mío es este rincón de penumbras en duelo con una luz gélida. Mía es esta cama que nunca he compartido con el descanso. Mías las pesadillas y el hedor. Mías las tristezas y los rencores. Mío este mundo rodeado de ángulos, con fronteras de ladrillo y un cielo donde por astro hay un foco de fulgor mortecino.
Que triste es todo esto.
Que triste este reino de silencio y exilio. Tristes los libros que acumulan polvo, esos discos que ya no volví a oír, esas paredes húmedas y grises. Triste el murmullo de las telarañas y el cansancio de los zapatos.
Lloraría, sí aun pudiera.
Aun estoy vivo. Me lo recuerda un estómago vacío y unos labios secos y agrietados.
Me visto con parsimonia, como si den mis huesos se acumularan muchas vejeces.
Seria tan fácil dejarse caer y esperar algo nuevo.
La voz de mi madre me pregunta algo que no alcanzo a escuchar. Salgo de mi cubil para enfrentar a ese mundo que mantuve a raya por horas. No puedo huir por siempre de él.
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