SÁBADO
Llegue agotado del trabajo, tan cansado que hasta el peso de mi sombra se me hacia intolerable. Como alguna cosa que me sirvió mi madre y, harto del estruendo del salón de eventos, busque con fiebre el refugio del silencio como la misma ansia con que se busca a una amante. Y ahí estaba, terso y solicito, aguardando en mi cuarto: mi oscuro, frio cuarto, la isla del exilio en donde yo me puedo sentir yo mismo, cómodo dentro de mi piel.
Extendí mi gruesa humanidad sobre los resortes saltones de la cama, sin cambiarme mi uniforme de mesero. Mi energía parecía consumida y el hecho de desatarme los zapatos parecía una misión disparatada. Cerré los ojos, invocando al sueño.
Nada.
Los abrí de nuevo. Las sombras permanecían estáticas en mi cuarto, heladas y familiares.
Amo la oscuridad, la forma en que me arropa, que me acaricia. ¡Es tan femenina! Cuando me encuentro dentro de su reino siento su presencia, su respiración. Me envuelve como un perfume, como un recuerdo muy querido y muy presente. A veces, siento como si sus labios escarchados se posaran en los míos, dejándome inmóvil y gélido, pero al mismo tiempo, infinito e invulnerable, seguro dentro de unas manos inmensas, cósmicas.
Amo la noche, la oscuridad y el silencio.
Y la soledad.
Pero odio dormir.
Desde pequeño, el hecho de quedar inconsciente, indefenso, con mis sentidos apagados, me causaba pavor. Antes de conocer la verdadera naturaleza de la oscuridad, la llegada de la noche me aterraba y el vivir en una casa que según lo que se rumoreaba en la familia, escondía fantasmas en sus grietas y moho; me causaba una desazón terrible. ¿Quién sabe que cosas se ocultaban bajo la cama? ¿Hay algo acechando en la negrura del patio? ¿Quién hizo ese ruido? ¿Alguien respira mi sueño, respirando fétidamente sobre mi cara en mis horas de candidez? Así que el niño que una vez fui, rebullía inquieto bajo las cobijas, con miedo de que lo que sea que fuera, se materializara frente a él. Miedo ancestral, primitivo, alimentado por una religión obtusa y caduca.
Y el sueño se convirtió en un visitante no deseado.
Mientras escribo esto siento como la oscuridad observa sobre mi hombro. Se que le disgusta el tecladeo y el brillo de la pantalla. Pero esta aquí, mas fiel que cualquier mujer, que cualquier amigo. Siento sus manos sobre mis hombre y oigo en mi rincón mas intimo su voz, lejana como una campana de plata en medio del brumoso mar: “Estoy aquí para ti, siempre lo estaré. Y cuando llegue le momento, nos haremos uno tu y yo, dispersos entre la luz muerta de las estrellas y el eco de dioses marchitos . Seremos uno, eternos e ilimitados”.
Apago la pantalla. En un rincón, la soledad ronronea, seductora. Y yo se que es la oscuridad vestida con otro juego de lencería.
Al fin de cuentas, realmente no estoy solo.
VIERNES
-La vida es una mierda- rezongó mi amigo, mientras resoplaba con fuerza, expulsando un torrente de humo azulado, que se dispersó suavemente en el ambiente.
-Así es -respondí, poseído con una abulia casi suicida, desparramando mi oronda humanidad en un viejo sillón de resortes saltados y cubierto de polvo.
Ambos mirábamos la lluvia caer a través de la entrada del taller mecánico, propiedad de mi colega. Sin trabajo pendiente, el también se sentía arrobado por una pereza paralizante, lo cual, al sumergirte dentro de ti mismo, siempre lleva a la meditación.
-Trabajamos hasta quedar con las manos destrozadas y la espalda partida en dos. Sudamos y nos ensuciamos. Despertamos cansados, llegamos cansado y regresamos cansados. ¡Y apenas tenemos dinero para lo más necesario! No podemos ahorrar porque el dinero como llega se va, se evapora en aras de la urgencia. ¿Es acaso nuestro sino vivir bajo el yugo, labrando surco infecundo y lanzando miradas hacia atrás, para ver que ni siquiera dejamos huellas en la tierra? -
Mi amigo hablaba como todo un filósofo en el foro de Atenas.
-Échale la culpa a Eva y sus nalgas antediluvianas, que convencieron a Adán de trabarse aquel fruto que Dios, que los espiaba para verlos jugar desnudos, les había prohibido solo por molestar y para tener una escusa validad al lanzar una maldición a su progenie – le respondí, mientras contemplaba a una rata correr empapada en la acera de enfrente y meterse bajo la puerta de una casa que tenía pinta de ser muy aseada.
Una risa chirriante y oxidada salio del magro pechó de mi amigo.
-No, no puede ser tan fácil -
Otra chupada al cigarrillo. Otra bocanada. Me abstraje contemplando las evoluciones del humo. Retorciéndose, transformándose, buscando llenar un espacio demasiado grande, me pareció realmente hermoso.
Largos minutos de silencio. Ambos teníamos la vista clavada en la calle mojada, aunque poco nos preocupaba la lluvia. Cada quien rumiábamos preguntas que sabíamos no encontrarían respuestas. No por nada, los grandes pensadores de toda la historia se habían topado con el muro de la realidad al interrogar al horizonte sobre una simple duda:
“¿Para que carajos estar vivo?”
-La vida nos supera, cabrón – le comente a mi amigo -Nos anega, nos asfixia, nos impide ser quien queremos y nos golpea como un martillo hasta moldearnos a su antojo. Otro engranaje en la maquina. Además, la vida es una vil perra, como una ex-esposa. Simplemente no puede vernos felices porque inmediatamente moverá los hilos para amargarnos hasta el resuello. No podemos ser felices porque estamos vivos -
-Entonces… ¿Quién puede ser feliz? -
-Los idiotas, que creen que lo son. Los niños pequeños, que aún no tienen conciencia y los locos, que la han perdido -
Mi amigo asintió, casi con admiración.
Los bigotes de la rata aparecieron bajo la puerta en la que había entrado. Miro a un lado y otro y salio despacio, arrastrando su aristocrática cola.
Había dejado de llover.
JUEVES
El trabajo de mesero puede llegar a ser tedioso y cansado.
“¿Quiere un tequila, señor, señora?”
“En unos minutos les serviremos la comida”
“¿Más servilletas?”
Básicamente todos los eventos en los que trabajo llevan la misma mecánica, con diversas variaciones. Acomodar mesas sillas, mantelería, losa, cubiertos. Servir comida y bebida mientras tratas de no mirar los amplios escotes de las invitadas o no dejarte deslumbrar por los constantes flashes de tangas que acechan por medio de las cortisimas faldas. Deambular de aquí por allá buscando que hacer para que las horas, pesadas y lentas, se aceleren un poco.
“Gracias por la propina, señor”
Al final, salir dando tumbos por las calles, como si estuvieras ebrio, pero solo son las piernas, acalambradas por un cansancio de ocho o diez horas de estar de pie en un suelo duro y frio.
Dinero en el bolsillo.
Me dejo caer en mi cama. Como ya es muy tarde no pongo música para ambientar la lectura del libro que he comenzado a leer. Diez páginas después, siento la vista borrosa y me cuesta poner atención a la trama, viendo como danzan las palabras de forma nebulosa por la blancura del papel. Enciendo el televisor. Paso los canales unos tras otro. Nada interesante para mirar. Mantengo la sintonía en una película mexicana majadera de la década de los setentas, solo por las desnudeces de las actrices.
Que patética es mi vida.
Ceno café con leche sintética y galletas baratas. Mi familia ya había cenado y no quiero ensuciar los trastes recién lavados. El cansancio se vuelve dolor a la par que los músculos se enfrían, llegando en espasmódicas oleadas. Con mucha razón el mito de la biblia judeocristiana pone al trabajo como una maldición divina. ¡Maldito seas Adán, por tragarte ese fruto censurado, solo porque te convencieron las nalgas antediluvianas de la tonta Eva!
Me meto a la cama a intentar dormir, pero hasta el estar sobre el colchón lastima mi cuerpo. El sueño tarda en llegar cuando el agotamiento es mucho, por más incongruente que se escuche. Para distraer mi mente empiezo a recordar a cuantas mujeres he conocido en mi vida y con cuantas pude tener encuentros pecaminosos de haber sido menos tímido y más listo. Una o dos tal vez.
Por fin caigo dormido, como es natural, sin darme cuenta. Sueño que las invitadas de la fiesta bailan desnudas en torno a mí, que me encuentro sobre una mesa, rociándoles las tetas con tequila blanco.
MIÉRCOLES
Camino con cadencia por las calles, entre remolinos de polvo y bolsas plásticas que se aferran a mis pies. El sol se ocultaba con pudor tras una gran nube gris en forma de cerdo, derramando tímidos ratos amarillentos por aquí y por allá.
Me siento pleno, libre en las calles solitarias y silenciosas. Tan a gusto me encuentro que percibo como las viejas casas me sonreían por todas sus grietas, como afables ancianas. ¡Oh, que gratos momentos trae a veces el exilio, cuando nadie ni nada viene a perturbar la dulzura de la soledad! La ciudad es mía, el dédalo de sus calles viejas y sucias es mío, su silencio y su tristeza son míos también. Y yo soy suyo. Ambos somos demasiado viejos para empezar de nuevo, pues para hacerlo, primero debemos ser destruidos. Ni ella ni yo tenemos síntomas de redención. Estamos condenados a ser lo que somos, lo que siempre hemos sido, hasta que el sol se apague y el viento deje que girar.
A través de unos audífonos una música regocijante llega a mis oídos directo de mi teléfono portátil. Ajusto inconscientemente la caída de mis pasos al ritmo de la misma, haciendo más grata esa caminata. Así llego al centro de la ciudad, arrugando la nariz ante toda esa gente sin rostro que se retuerce de un lado a otro. La soledad se rompe, pero es algo que esperaba. Busco una banca vacío, me acomodo en ella y contemplo a las blandas palomas caminar en zigzag. La vista de esos inocentes seres que no ambicionan más que una migaja me llena de paz.
El sol aparece de improviso, llenando todo con una luz dura e hiriente. A la sombra de un árbol, me siento protegido de esa impudicia. Las palomas se alejan volando, haciendo ondular más los cortos uniformes de las colegialas que aparecen correteando en grupo. Un anciano trata de alcanzar su sombra, sosteniéndose en un bastón oxidado. Una señora muy gorda pasa arrastrando a un niño igual de gordo, que come una paleta de dulce enorme. Un desfile de personas que no conozco y no me interesa conocer.
El viento empieza a soplar, levantando travieso basura y faldas. El sol parece soltar una carcajada al ver como nuestros ojos se llena de suciedad y las gargantas de mosquitos. ¡Oh, ese sol que no hace mas que contemplar la desgracia humana sin hacer nunca nada para remediarla! Aunque seguramente, si lo enfrentamos, nos dirá que mucho hace con fecundar las plantas, secar la rompa en las azoteas, broncear a las putas en las playas y secar la lluvia en las banquetas.
Me alejo a comprar algunas cosas necesarias para mi sustento. El sol espía mis pasos y los escotes de las madres solteras. Alzo la mirada y miro esa sonrisa sórdida en su redondo rostro. Me siento indignado.
Por eso amo la noche. La cara dulce y serena de la luna siempre me llena de una agridulce nostalgia.
¿Porque no puede ser siempre de noche?
MARTES
Ayer fue un día tan anodino y tedioso que ni siquiera podría decir que lo viví. Muchas veces siento que deambulo en un sueño ajeno, protagonizando la historia insípida y sin gracia de algún escritor sin talento, incapaz de crear arte, de delinear una trama digna de ser recordada.
Soy un personaje de fondo, el atrezzo inútil que se quedó tras bambalinas.
¿Quién será el espectador de mi vida, si yo mismo no lo soy?
¿Habrá aplausos cuando caiga el telón? ¿Habrá alguien que lo vea caer?
Camino hacia el cuarto de baño. De alguna manera, el escandaloso ruido de mi orina al caer sobre el agua teñida de azul me eleva el ánimo. Mientras contemplo el foco hasta quedar ciego de blancura, recuerdo que no tengo nada que hacer, no hay trabajo este día y por lo tanto, tampoco dinero. ¿Seria más agradable tener que ir a vender mi cuerpo y tiempo un empleo de diez horas, encerrado en una celda inmutable por unos ajados billetes, entregados como si fueran limosna?
Doy la vuelta y cierro los ojos con fuerza, para deshacerme del blanco que inunda mis retinas. Después de un tiempo los abro y enfrento la crudeza del espejo.
Todos los días contemplo a mi reflejo en el espejo, fantasmal espejismo, criptica imagen de mi decadencia.
“¿Desde cuándo hay un hombre tan viejo habitando en el espejo? Parece que ya está muerto” le pregunto a mi doble. Muchas veces lo hago, aunque sé que dentro de ese desdoble de realidad no hay ninguna repuesta.
Al salir del baño alcanzo a oír un murmullo, que me detiene en seco.
“Es porque ya estás muerto. Desde hace mucho. ¿Apenas te das cuenta? Yo y tu lo sabemos, pero solo yo lo acepto. No eres más que un cadáver deambulando, dando tumbos de un lugar a otro, ciego, sin meta. ¿Te da vergüenza verme todos los días? ¿Piensas acaso que es agradable para mi ser tu proyección? Haznos un favor y no vuelvas a mirarme. Me repugnas tanto como yo a ti.”
Doy la vuelta lentamente, al cesar esa voz que notaba lejana y helada, como salida de las brumas de un cementerio. Mi reflejo me miraba con odio desde su rincón.
Con desaliento, cerré la puerta del baño. Ya no podría entrar de nuevo ahí con agrado, pues temo molestar a aquel que porta mi propio rostro y habita un mundo ajeno al mío..
LUNES
Despierto.
El sonido del despertador me saca de un sueño inquieto que se niega a desalojar mis parpados. Me siento, completamente aturdido, al borde de mí abollada cama. Durante cinco minutos manteniendo la mirada fija en el piso, pero sin verlo realmente. Mis ojos están ciegos, lleno de una luz dolorosa y helada y mi mente obnubilada por las nieblas de una inconsciencia suave, seductora; la pereza del que no tiene ningún propósito para estar despierto.
Afuera, algún avecilla canta con alegría, mientras un perro maldice la soledad de la azotea. Autos escupen su ronca cacofonía al tiempo que ensucian el aire con sus negros bostezos. La vida (o la parodia absurda, cruel y lineal que llamamos vida) rueda con desgano, ajena mi helado escondrijo. Aquí me siento bien, protegido, absoluto. La soledad unge mi piel con unos voluptuosos escalofríos, recordándome que no hay nadie que arruine este momento, en el que, aun con la agonía del diario despertar; es mío. Mío es este rincón de penumbras en duelo con una luz gélida. Mía es esta cama que nunca he compartido con el descanso. Mías las pesadillas y el hedor. Mías las tristezas y los rencores. Mío este mundo rodeado de ángulos, con fronteras de ladrillo y un cielo donde por astro hay un foco de fulgor mortecino.
Que triste es todo esto.
Que triste este reino de silencio y exilio. Tristes los libros que acumulan polvo, esos discos que ya no volví a oír, esas paredes húmedas y grises. Triste el murmullo de las telarañas y el cansancio de los zapatos.
Lloraría, sí aun pudiera.
Aun estoy vivo. Me lo recuerda un estómago vacío y unos labios secos y agrietados.
Me visto con parsimonia, como si den mis huesos se acumularan muchas vejeces.
Seria tan fácil dejarse caer y esperar algo nuevo.
La voz de mi madre me pregunta algo que no alcanzo a escuchar. Salgo de mi cubil para enfrentar a ese mundo que mantuve a raya por horas. No puedo huir por siempre de él.
Tu piel desgarra la penumbra con fulgores argentinos. Tus pechos son lunas mellizas gravitando entre espumas de deseo. Es tu boca un anhelo carmesí, de donde penden promesas que nunca serán cumplidas, dulcificadas mentiras que quiero creer, que finjo creer. No hay más secretos entre nosotros que los que vela este rincón cómplice; entre tu nombre y él mío no hay más distancia que la de un suspiro entrecortada que se difumina entre sudores compartidos.
¿Quién eras antes de revelar el delirio de tu desnudez ante mis ojos, con tu silueta divinizada en perfiles de marfil? ¿Quién era yo antes de encontrarte en mi camino, en ese bar, en la inmensa amargura que trate de distraer con un poco de whisky? ¿Somos dos soledades que se encontraron por el desatino de la casualidad o dos alas rotas que buscaban su par? ¿Qué importa lejanías y ausencias, ignorancia y vicisitud, cuando hundo mi carne en tu carne y somos unos solo, meciendo la vida en un vaivén cómplice y húmedo?
Navegando entre las ansias de tus muslos, me extravío en un maeltrom de ensoñaciones. Dejo de ser yo para ser parte de algo más grande, intimo pero infinito, como si pudiera contar una a una las estrellas y reordenarlas a mi capricho. Pero el rigor de la carne, el aroma agitado de tu excitación me recuerda mi fragilidad, lo efímero de mi paso, el derrumbe final de todos mis agobios y el viento que dispersara mi polvo.
Pero aquí y ahora me siento eterno, degustando la ambrosía de tus pechos y hundiendo mi rencor en tu centro más intimo, hasta derramarlo en furioso oleaje. Tu cuerpo vibra bajo el mío, mientras tus dientes se clavan en mi hombro hasta enrojecer más tus labios. Siento que también devoras mi alma, que me dejas seco por dentro y por fuera, dejando solo un cascaron vacío de lo que fue un hombre roto y sin horizonte.
Quedamos explayados sobre esta vieja cama, compartiendo agotamiento y resuello. ¡Cómo relumbran tus pechos, perlados de sudor, en la penumbra! ¡Qué ascuas son tus ojos que pueblan de verdores las sombras que nos acarician! Pero tu piel se siente tan fría y tu silencio es tan duro y lapidario.
Te levantas, rígida y maquinal, arropando la gloria de tu epidermis con las telas con la que entrantes. Arreglas tu cabello de negras ondulaciones y sin mirarme, extiendes tu mano hacia mí.
Ya no hay palabras, no hay complicidades ni espejismos.
Pongo unos billetes en la blancura de tu mano.
Sales, con pasos mullidos como sombra de gato.
Me quedo solo, desnudo y huérfano, sentado en la vieja cama rodeado de una penumbra cada más intensa, más dolorosa.
Siento que algo que rompe, muy profundamente, donde no sabía que había realmente algo.
Me inclino y empiezo a llorar sin ruido.
Camino por una calle cualquiera, con mis pasos huérfanos de toda prisa. El viento arrastra la omnipresente basura, arremolinandola en mis pies. El fétido olor de la civilización me rodea, la eterna peste de la presencia humana.
Me hundo en un cómodo silencio, saboreando mis pensamientos, dejando que mi cuerpo me lleve a donde quiera. La luz del sol, dolorosa e implacable, le recuerda a mi piel el precio de estar vivo; pero aun así continuo dentro de mi, arañando con insistencia las paredes de mi alma, hurgando con ansias aquellos misterios que yo mismo he construido. Muro tras muro he levantado alrededor de mi centro. Mascara tras mascara oculta la esencia final de mi rostro.
Un perro solitario camina con el mismo desgano que yo, agobiado por la prisa de su sombra. Viene en sentido contrario a mi y ambos nos dedicamos a ignorarnos cordialmente. Por un momento, cruzamos mirada. ¡Que profundidad la de esos ojos animales! ¡Cuanta inocencia e incluso bondad se pueden adivinar en esas pupilas marrón! ¿Porque llamamos bestias a los seres que no son humanos, cuando dentro de esos corazones que laten igual que los nuestro, hay mas nobleza que aquellos que llamas padres, los que te estrechan la mano jurándote amistad y esa persona que comparte sabanas contigo!
Ambos nos separamos, sin saber a donde vamos y peor, de donde venimos. Sin collar y sin dueño, vagamos por donde mejor nos parezca, viviendo una vida que no es mas que el ensayo de la muerte.
En esta larga calle solo se escucha la monotonia de mis pasos. El polvo canta bajo mi marcha y su eco me trae una sensación de vitalidad, de suficiencia. Me siento libre en mi soledad, en esta caminata sin definición, con el viento agitando mi cabello y el rencoroso sol cayendo a plomo. Solo se es libre si se esta solo pues la presencia de otro siempre es atadura, una especie de esclavitud en diversos grados. Solo se puede crecer solo, como cada árbol se levanta buscando tocar el cielo por si mismo. Sus raíces son su fortaleza y aunque este rodeado de semejantes, es el único y en su orgullosa soledad, vive y muere, bajo el mismo sol y el mismo cielo que lo contemplaron desde su inicio.
No se cuanta distancia he recorrido desde que salí de mi casa, pero parecen años, siglos. Miro mis manos para ver si no son las de un anciano y espío mi reflejo en las ventanas para ver si mis cabellos no son blancos. Pero todo en mi sigue igual, así como esta sucia ciudad, como el hedor que repta en todos lados, como la basura, el polvo y el viento.
Una par de jóvenes estudiantes aparecen de repente doblando una esquina. Sus risas tienen el tintineo enloquecedor de cristales y las cortas faldas, que el céfiro cómplice arrebola alrededor de sus muslos, deja entrever la blanca frescura de su piel, brillante como hierba matutina. Su presencia rompe la intimidad que había creado entre la calle y yo, arrojandome a lo que se puede llamar mundo real, recordándome que soy de carne y espíritu, que mi sangre corre con cálidos deseos.
Habrá otras caminatas, púes siempre habrá una calle por la cual transitar.