De nuevo sentí, en ti y en mí, la dureza de la inmensidad.
Bajo los giros imperturbables del cielo, entregado a su vértigo estelar, caminamos, gastando más ese camino viejo que tan bien conocemos, sin intercambiar fonemas, pues, en nuestra íntima connivencia, ya sabíamos lo que pensábamos.
Te percibo eterna, perenne; hermanada con la luna y el viento, sin raíces que te anclen a ningún rigor; solo hojas que danzan en cantos verdes y adornan la cabellera de las dríadas.
Eres el eco de una alegría luminosa, que llena mis espacios por dentro y por fuera. Eres sol amigo, familiar, que agita el polvo de mis recuerdos más amargos y los dispersa en una carcajada cómplice. Eres la sílfide siempre presente, chispa arrebolada que hace correr con regocijo la sangre bajo mi piel.
Tengo miedo de soltar tu mano y verte desvanecida por la brisa, etérea a inmemorial, carne de fulgor ultraterreno siempre pronta a la fragilidad pero más sólida que la vejez de la Tierra. Tengo miedo de no oír tus pasos sobre las rocas, tu risa musical y cristalina bajo las ramas, el suspiro incensario que oprime mi pecho con una melancolía antigua pero cuyo germen no alcanzo a evocar.
Sé que un día no te encontraré, aunque te busque bajo la sombra de cada árbol y golpee todas las puertas. Sé que un día te ganara el ansia del céfiro y del horizonte, pues tú no perteneces a ningún lugar pero al mismo tiempo, eres herencia de todos. Tú no te atas a ninguna hora pues eres inconmensurable como el propio tiempo.
Un día despertaré con la sospecha de un beso bullendo en la frente y el raudal de lágrimas mojando mis labios. Ese despertar rebosara de tu ausencia y me ungirá de dolor y añoranza; pero yo te bendeciré tu nombre, que tanto bien me hará siempre y en mi rostro llevaré orgullo la braza de tu ósculo, refulgiendo como un astro.

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