VIERNES
A veces intento recordar mi niñez, pero solo entreveo escenas difusas, nebulosas. Recuerdo caer de la cama y abrirme la cabeza. Me veo a mi mismo vomitando y cortándome un dedo con un cuchillo. Recuerdo la tos y la fiebre. Recuerdo el horror claustrofóbico del colegio, las peleas, la violencia y el gozo de aprender. Veo todo en trazos sin contorno, como los vestigios de un sueño que apenas se puede recordar.
No entiendo como hay personas que hablan con añoranza de su niñez, como si fuera un paraíso que se perdió y marchito. Yo cada vez que recuerdo esa etapa de mi ciclo vital solo siento con fuerza la urgencia de escapar, de estar en un mal lugar del cual huir, como sea. La niñez fue algo terrible, la experiencia de ser un perfecto idiota en un mundo de idiotas, solo que más pequeño, más manejable e ingenuo; el perfecto juguete que la vida arroja al rio furioso para verlo azotar contra las piedras.
Tal vez por eso no puedo recordar con solidez mi infancia. Intuyo que mi mente ha bloqueado masivamente aquellos primeros años. Sé que hay personas cuya niñez fue terrible, de pesadilla, llena de abusos y dolor. Tal vez ellos la recuerden precisamente por eso. La mía fue tan gris, apática, insulta y hueca que por eso no recuerdo la mayoría de ella.
Creo que nunca fui niño.
Ahora, ya viejo y casado, me siento más feliz - ¿feliz? - que cuando era un carajito. Ahora soy más libre. La vida me sigue lanzando al pozo de mierda llena de vidrios rotos y jeringas usadas, pero por lo menos tengo la libertad de agitar el puño con ira y dejar mi maldición como herencia al viento.
Tengo la libertad de escribir estas líneas que nadie leerá pero que sirven de sangría moral.
Es tarde ya, hora de dormir con la frialdad de los fantasmas que he desempolvado.
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