Vi aquel mar por vez postrera, antes de partir al último viaje.
El sol empedraba de relumbres las aguas platinadas, mientras el viento tejía dobleces que se extendían infinitamente.
Aun cuando la naturaleza me rodeaba de resplandores vibrantes de vida y energía, la oscuridad de mi alma no encontraba alivio, mordiendo continuamente los más íntimos ángulos de mi esencia.
Pero ya nada importaba.
El último viaje estaba próximo y su cercanía aliviaba el ahogo lapidario de mi enconada amargura.
¿Habría alguna ser sobre esa tierra al que valiera la pena darle un adiós? ¿Habrá alguien que se dé cuenta de mi ausencia, que recuerde las cifras de mi nombre, que conozca el contorno de mi rostro?
Tampoco importa.
El mar me ciega, me hiere con sus resplandores, recordándome el dolor de estar vivo, el insoportable peso de mi carne.
No hay más salida a este laberinto enhebrado de desdicha más que la más rígida huida.
El último viaje me llama.
Me hundiré en las aguas compartiendo
sepultura con el sol sangrante.
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