A veces la ciudad me marea, me hace presa de un vértigo asfixiante,
me llena de un desasosiego ante la vista de tanta construcción, de los cielos
atrapados eternamente entre redes de cables negros, ante el ruido chocante e
incesante.
Los hombres somos ratas recorriendo un dédalo de concreto y cristal, de humos y disonancias; sin jamás encontrar una salida pero siempre temiendo la aparición del Minotauro en la siguiente esquina.
Pero así somos felices. Íntimamente nos encanta estar prisioneros de una monotonía gris y fría, pero segura y confortable. El laberinto nos espanta, pero al mismo tiempo, preferimos este miedo familiar que alguna sorpresa inesperada. Lo nuevo nos da miedo, nos abruma y subyuga.
Así es como el vértigo me priva de sosiego muchas veces. Me dan ganas de gritar, de huir de la ciudad y sus muros y ventanas. Escapar a campos y cielos más espaciosos, donde pueda regurgitar el venenoso tedio que emponzoña mis días.
Pero sé que no puedo. Mi vida y las de millones más está enraizada el sucio concreto, a la agria monotonía.
Enloquezco.

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